martes, 26 de julio de 2011

LA CARTA DE FUKUSHIMA

La carta fue escrita por Thanh Minh, quien trabajó en Fukushima como policía e iba dirigida a un amigo de Vietnam. Esa fue publicada por New America Media, y dice así:

Hermano,

¿Cómo estás tú y tu familia? Estos últimos días, todo era un caos. Cuando cierro mis ojos, veo los cadáveres. Cuando abro los ojos, también veo los cadáveres.

Cada uno de nosotros debe trabajar 20 horas al día, sin embargo, me gustaría que hubiera días de 48 horas, para que podamos seguir ayudando y rescatando gente.

Estamos sin agua y electricidad, las raciones de alimentos se encuentran cerca de cero. Apenas se consigue trasladar a los refugiados antes de que haya nuevas órdenes para trasladarles a otro lugar.

Actualmente estoy en Fukushima, a unos 25 kilómetros de la planta de energía nuclear. Tengo tanto para decirte que si pudiera escribirlo todo, seguramente se convertiría en una novela acerca de las relaciones y comportamientos humanos en tiempos de crisis.

Aquí la gente mantiene la calma - su sentido de la dignidad y el comportamiento adecuado son muy buenas - así que las cosas no son tan malas como podrían serlo. Pero dado una semana más, no puedo garantizar que las cosas lleguen a un punto en que ya no se pueda proporcionar la debida protección y el orden.

Son seres humanos después de todo, y cuando el hambre y la sed reemplacen la dignidad, van a hacer lo que tienen que hacer. El gobierno está tratando de proveer suministros por vía aérea, con alimentos y medicinas, pero es como dejar caer un poco de sal en el océano.

Hermano, hubo un incidente realmente conmovedor. Se trata de un niño japonés que enseñó a un adulto como yo, una lección sobre cómo comportarse como un ser humano.

Ayer por la noche, me enviaron a una escuela de gramática para ayudar a una organización de caridad a distribuir alimentos a los refugiados. Era una larga fila que serpenteaba un lado a otro y vi a un niño de alrededor de 9 años de edad. Llevaba una camiseta y un par de pantalones cortos. Estaba haciendo mucho frío y el niño estaba en el final de la cola. Me preocupaba que en el momento que le llegara el turno, no hubiera ningún alimento. Así quehablé con él. Dijo que estaba en la escuela cuando ocurrió el terremoto. Su padre trabajaba cerca y se dirigía a la escuela. El estaba en el balcón del tercer piso cuando vio el coche de su padre barrido por el tsunami.

Le pregunté acerca de su madre. Dijo que su casa está junto a la playa, que su madre y su hermana pequeña, probablemente no se salvaron. Volvió la cabeza, se secó las lágrimas cuando le pregunté acerca de sus familiares.

Estaba temblando por lo que me quité la chaqueta de policía y se la puse a él. Ahí fue cuando mi bolsa de ración de alimentos se cayó. La recogí y se la di a él. "Cuando llegue tu turno, podrías quedarte sin alimentos. Así que aquí está mi parte. Yo ya comí. ¿Por qué no te lo comes?"El muchacho tomó mi comida, se inclinó. Pensé que se lo comería de inmediato, pero no lo hizo. Tomó la bolsa, se acercó al principio de la cola y la puso con toda la comida que estaba esperando para ser distribuida.

Me sorprendió. Le pregunté por qué no se lo comía, en vez de añadirla a la pila de los alimentos. Él respondió: "Porque veo a gente con mucho más hambre que yo, si lo pongo allí, se van a distribuir los alimentos por igual..." Cuando escuché eso me di vuelta para que la gente no me viera llorar.

Una sociedad que puede educar a un niño de 9 años de edad, que entiende el concepto de sacrificio por el bien común, es una gran sociedad, un gran pueblo.

Bueno, en estas pocas líneas envío a ti y a tu familia mis mejores deseos. La hora de mi turno ha llegado nuevamente.

Ahora por favor, alguien dígame si no tenemos mucho que aprenderle a los japoneses.

jueves, 14 de julio de 2011

KAYAK

Soy aficionado, por no decir fanático, de leer El Manual para canallas de  Roberto G. Castañeda. Una columna, en un diario, que retrata temas de una vida hastiada, de búsquedas incansables, miserias humanas, glorificaciones de una vida bohemia, de vinos y habanos, de vidas al límite, de vivir con lo puesto y con dos pesos en el bolsillo. Si tocara la guitarra y trabajará en un bar, diría que Arjona se volvió columnista. Aunque ya no me gusta el estilo de vida que glorifican tanto Castañeda como Arjona, no dejo de leer la columna, por su prosa. Me gusta como escribe.

Ha tenido una difícil relación con su padre. Por no decir, casi ninguna relación. Dura, irreconocible relación.

Eso me da pauta para hablar nuevamente del Inge. El querido Inge.

Relataré una anécdota. No sé si el la recuerda. Si lo hace, tendrá ganas de matarme, a pesar dela contradicción que ello implica, cuando lean la anécdota.

Tendría yo, como 10 años, cuando fuimos por primera vez en un road-trip a Cancún. Visitamos el santuario de Xel-Ha, una caleta en la cual un rio se une con el mar, formando el acuario natural más grande del mundo. Podías bucear y observar toda esa maravillosa fauna marina, solazarte con los espectáculos, observar el paisaje. Pero no. Yo tenia la vista fija en un solo propósito, de algo que vi cuando entramos: la renta de kayaks.

Yo quería navegar en un kayak. Una especie de piragua, de un solo tripulante, impulsada con un remo único de dos cucharas. El tripulante se sienta acomodando las piernas hacia la proa, por lo cual le es imposible girar el cuerpo completamente.

Sí, eso es un kayak. Cuando le dije al Inge, me mandó con cajas destempladas a mi lugar. “No sabes ni nadar bien y ya quieres navegar”, o alguna joya de sabiduría de mi padre por el estilo soltó.

Ah, pero como siempre, yo era muy necio. Muy necio. Así que con lo que había juntado de los cambios que no regresaba durante el viaje, alquilé yo el armatoste ese. El lanchero me vio y no comento nada. Mi estatura en aquel tiempo sobrepasaba por 20 cm a los chicos de mi edad, así que supuso que tendría yo como 15 años.

Me dispuse a navegar, son rumbo al horizonte. Fue muy divertido, ir avanzando con la corriente, viendo los peces multicolores desde la superficie.

Hasta que quise regresar a puerto.

Ahí fue precisamente el terror. Me di cuenta que jamás había preguntado, ni como detener la embarcación, ni como girarla. Tampoco, cómo evadir la corriente del río, que lentamente me arrastraba hacia el mar. En que lío me había metido: no sabia como regresar, y nadie, salvo el lanchero, conocía donde estaba yo.

Dentro de mi ingenuidad, llamando así eufemicamente a mi estupidez, me bajé al agua “para girar el bote”. Idiota. Después ya no podía subirme. Estaba a merced de la corriente, abrazando el bote que me llevada directo al infierno.

A lo lejos, comencé a ver un hombre nadando en dirección hacia donde yo estaba. Lejos, pero después de unos minutos, estaba convencido que venía en mi dirección, nadando raudamente.

Era el Inge.

Yo me había alejado cerca de dos kilómetros (eso después me lo informaron) en dirección a la salida al mar. Aún así, el Inge aviso a la seguridad del Acuario mientras se lanzaba a nado por el hijo más idiota que tenía en ese momento. Nadó cerca de kilometro y medio antes de sentir un calambre en la pierna que le hizo detenerse para recuperar condición y seguir en mi dirección. En ese momento lo rebasó la embarcación del lanchero, avisada por la seguridad para que fuera por mí.

Hasta el día de hoy, no sé como se enteró mi padre dónde estaba. Tampoco recuerdo si me regañaron y castigaron, aunque también supongo que fue de ese modo. Lo único que recuerdo, es a mi padre nadando para alcanzarme.

Y que al verlo, yo sabía que todo estaría bien.

Castañeda puede detestar a su padre. Yo, puedo pelearme muchas veces con él, porque no estaremos de acuerdo. Pero no puedo soslayar el hecho de que, pasé lo que pasé, ese hombre iría nadando al infierno por mi.

Aunque sea para regañarme.

Gracias Inge. Por todo.