viernes, 3 de febrero de 2012

SUEÑOS DE EMPATÍA

 

Rebecca tenía parálisis de las piernas. Vivía con su madre y su abuela en una lujosa mansión heredada de su padre, magnate de la industria del vestido, que hacía un tiempo ya había abandonado al hogar conyugal, más nunca a su hija.

Rebecca era caprichosa, voluble y egoísta. Había abandonado la escuela, se rehusaba a convivir con cualquier persona de su edad.

-Hija, no es bueno que que Rebecca se aísle tanto. No sabe compartir, no sabe convivir, vive a base de berrinches y pataletas- decía la abuela.

-No es para tanto mama – respondía la madre – Es la edad. Es su situación.Ya se le pasará

Pero Rebecca solo pensaba en una cosa. En volver a caminar, correr como antes. A cualquier costo. Esa era la fuente de su frustración, de su eterno coraje con la vida. Se rehusaba a convivir con la gente porque le recordaban lo que ella ya no podía hacer.

Habiendo agotado todos los recursos de la ciencia, los doctores habían dado su ultimátum: no volvería a caminar. Rebecca reaccionaba con coraje, agotaba a su padre con estadísticas y tratamientos nuevo. Gritaba se retorcía y escupía veneno a cada persona que encontraba en su camino.

-Hija, hemos tratado todo . . . si hubiera algo más, te llevaría. Si pudiera darte mis piernas, te las daría – trataba de razonar su padre – Pero ya no hay esperanza, mi niña.

Pero Rebecca . . . ella no comprendía.

Un día se encontró con lo ultimo que se encuentran los hombres. Se encontró con Dios. Alguien hablaba del preciado Niño de las Maravillas, una imagen que decía que hacía los milagros imposibles para cualquiera. Atiborraba el atrio de su iglesia con cientos de feligreses, que viajaban largas distancias para pedir su intercesión ante Dios.

Esa sería la solución. Pedírselo al Poder que todo lo puede.

Pero Rebecca no quería compartirlo con nadie más. Así pidió a su padre algo único: que cerrara al público por un día la iglesia del Niño de las Maravillas. Quería tenerlo para ella sola, para pedírselo sin que nadie le distrajera.

Así, un día, su madre, su abuela y Rebecca, se encaminaron a la iglesia. Las puertas cerradas contenían a la gente que clamaba por entrar, mientras ellas entraban por una puerta lateral a la sacristía y las recibía el padre de la parroquia, un hombre ambicioso, que aceptó el trato a cambio de una donación al asilo de huérfanos.

-Mamá, abue, déjenme  a solas con Él – pidió- Que solo me escuche a mi.

Entró a la capilla. Empezaba a acercarse con su silla de ruedas al altar, cuando súbitamente vio una figura hincada ahí.

Era una mujer morena, enjuta, con los ojos apagados, que apretaba sus manos con fuerza. Envuelta en un rebozo, caían sus tranzas negras y gruesas sobre sus hombros.

Rebecca se revolvió con ira. Ella había pedido soledad para hablar con el Niño de las Maravillas. Pero algo muy en el fondo de ella, impidió que gritara.

-Dios mío. Vengo a verte, en nombre de María. Ella no puede hacer el largo viaje hasta acá, sus médicos no la dejan. Pero me pidió que viniera a darte las gracias.Y el sacristán, que es un hombre tan bueno, me ha dejado entrar a verte. Ya no puede caminar mi niña, ¿sabias?. Se agota mucho, tose y escupe sangre. Esta cada día mas pálida. Pero nunca se queja. Sólo me dice “No te apures mamita. No será nada grave” – dijo la mujer

Los médicos no saben que es. Hacen pruebas y análisis, pero no saben qué es. Ella no se desanima, me dice “Mamita, ya voy a estar bien, verás que pronto estoy de nuevo en la tortillería contigo”. Pero la veo más flaca y descolorida. Y ya no se que hacer Dios mío. No quiero pedirte mucho. Sé que estás ocupado. Solo quiero pedirte una cosa: QUE NO SEA CÁNCER Dios mío. QUE NO SEA CÁNCER . . . – dice, mientras retuerce las manos, mientras se abraza a si misma, mientras esta hincada frente al altar.

Rebecca sale poco después de la capilla. Su madre y su abuela se acercan.

-Hija, ¿pediste lo que necesitabas?- pregunta su madre.

-Si. Pedí . . . QUE NO FUERA CÁNCER . . .

A veces los milagros, no son los que nosotros estábamos esperando . . . pero no por eso dejan de ser milagros . . .