viernes, 16 de julio de 2010

JOSEPHINE

La vida se encuentra plagada de historias inconclusas. Historias cuyo desenlace desconocemos, porque la vida no es un película donde al final se despejan todas las incógnitas, para bien o para mal.

Yo tengo muchas de esas historias. Siempre conté con la facilidad de que perfectos extraños me contarán sus historias, una característica que fui perdiendo con el paso del tiempo, y que de algún modo, aún no defino si extraño o no. Pero ése no es el meollo de este post.

Una de esas historias es Josephine.

No sé como se llamaba. En mi mente yo me refiero a ella así, por una canción de Miguel Bosé que me pareció muy acorde a su personal leyenda.

Sentado en una piedra observado el lago de Chapultepec me contó que era la segunda hija de un acomodado matrimonio de Polanco, entre un hermano deportista y una hermana, músico de profesión. Vivía sola en un condominio horizontal en la misma zona, tratando de pintar un poco, viviendo su vida bohemia: hasta las calzas de anfetaminas, coca y alucinógenos para encontrar la vibración adecuada y hermanarse con el Universo.

Mientras hablábamos, me contaba las desdichas de sus 23 años: incomprendida, solitaria, drogadicta, con intentos de suicidio, perdida, con un novio que la golpeaba cuando estaba hasta la madre de drogas duras, que ella misma despreciaba en un ejercicio de hipocresía, decía. Se rió con sus ojos azules cuando le dije que yo no tenía 23, sino 18 años. Solo dijo que me veía más grande, y me auguró una vida de tranquilidad si nunca tocaba una droga.

En algún momento, me pidió que me sentará en la misma roca junto a ella. Se recargó en mi huesudo hombro mientras me tomaba del brazo y se quedo ahí. Musitó que extrañaba el contacto humano, colgándose cada vez más fuerte a mi brazo.

Y nos quedamos una hora callados, mirando el lago, mientras ella intentaba aferrase a algo, que físicamente era mi brazo, pero que espiritualmente no supe qué era, mientras sus ojos vidriosos se anegaban mirando la lejanía.

Se levantó, tomándome de la mano, y mirándome a los ojos, me agradeció que hubiera estado ahí en ese momento. Sólo atine a sonreír ruborizado, mientras ella sonreía y esperaba algo de mi. No lo obtuvo.

Me besó en la mejilla, y se perdió entre la espesura de los árboles.

Hace poco, estuve en ese lugar. Como tantos lugares de mis recuerdos, ya no están las piedras donde nos sentamos. Pero aún esta el lago.

Y parado desde dónde estaba, me maldije mil veces: ella sólo pedía un abrazo. Un contacto humano. Sólo tenia que extender los brazos y envolverla, para que un extraño le brindará algo de paz en un momento en que la necesitaba más que nunca. No lo hice; no sabía lo importante que es sentir a alguien cerca cuando más perdido estás.

No te hubiera salvado. Pero pude hacerte pasar mejor ese momento.

Un abrazo, dónde quiera que estés, querida Josephine.

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