miércoles, 30 de marzo de 2011

NUBIA

Nubia es bajita, de rizos negros cerrados como tirabuzones. y tez bronceada. De mirada a veces dura , a veces melancólica. De risa fácil y ojos grandes que te descomponen en tus partes más ínfimas, para rearmarte de nuevo con una sonrisa.

Cuando la conocí me miró de abajo hacia arriba con enorme indiferencia. Huelga decir que la sobrepaso por veinte centímetros de estatura. No se atrevió a posar su mirada en mí más allá de los cinco segundos que le bastaron para mostrarme su absoluto desapego a que yo existiera. Quién iba a pensar en ese entonces, que seríamos tan buenos amigos.

Nubia es pequeña y de buen corazón. Recuerdo los días de melancolía que pasamos sentados en un banca de un parque de diversiones infantiles, fumando como chimeneas. Éramos jóvenes y obtusos, retando a la vida para descubrir que nos deparaba. Las tardes sentados a la vera de su piscina mirando el atardecer mientras elucubrábamos teorías de porque el mundo giraba como lo hace, de porque el amor nos eludía, de porque a pesar de ser completamente opuestos, en algún momento nos traicionaba esa alma romántica que yo ocultaba y ella siempre mostraba, haciéndonos idénticos y amigos.

Las lunadas en su casa. Las comidas. Su eterno suéter verde. La mirada perdida al horizonte. Lo poco cariñosa que era. Podría contar con los dedos de una mano las veces que me abrazó, tres de ellas en mi cumpleaños. Pocos, pero sustanciosos abrazos, pensaba yo. Poco, de lo bueno que llevaba en su interior, que nunca quería mostrar y que siempre se le desbordaba sin querer, con quien menos debía.

Ella lo entregaba todo, si alguien lograba llegar a ese espinoso páramo donde habitaba su esencia. Yo le vi en contadas ocasiones sufrir de amores. Consolé sus lágrimas con palabras a veces tiernas, a veces duras. Decía que no había un ser más duro que yo, para decir las verdades de una manera suave. Y después se recargaba en mi hombro para ver de nuevo el atardecer.

Años después, presencié algo que no debía, de alguien que ella quería. Callé, esperando que ese hombre hiciera honor al sustantivo, y confesara. No lo hizo. En un arranque de coraje y debilidad, ella flaqueó y cometió un error. Él reprochó su falta, como si fuera impoluto de errores, castigándola como si fuera una criminal de guerra. Yo no callé más.

Confesé lo que había visto. Sabia que ella tendría medios ahora para defenderse, pero al mismo tiempo, ganaba yo un enemigo. Un enemigo que nunca podría vencer, pues moraba en el corazón de Nubia, a pesar de todo, pues le amaba. Sabía que le perdonaría como le espeté ese día: “Ahora que ya sabes la verdad, ahora sí te tiene para perderte. Es tu decisión”. Al mismo tiempo, perdía una amiga. La verdad entre nosotros no estaba supeditada a la vocación de alguien más para entenderla. Era un compromiso de fé porque Nubia creía en mí.

Nunca me lo reprochó. Creo que jamás lo hará. Pero él no me perdonará jamás que yo no mantuviera el secreto de género, de hombres. Yo no quería a los hombres; yo quería a mi amiga.

Ahora son felices y tienen familia. Eso me consuela. Es dichosa, y aunque no puedo verla, eso me conforta en los momentos que encuentro las fotos dónde aparecemos, cuando paseo por San Cristóbal y recuerdo nuestro sinfín de anécdotas, cuando la nostalgia me atrapa y me lleva a su nombre de nuevo.

Mi amiga es feliz y es amada. La imagino llevando a su hijo de la mano, cargándole y contándole las historias de un tiempo en que éramos más jóvenes, acerca de un mundo primitivo dónde no había teléfonos celulares, la música se oía en LPs de vinilo, tomar tequila era de gente pobre y soñaba con el amor que le proporcionaría el calor de un hogar.

Nunca dejaré de extrañarla. Ella es bienaventurada. Eso me debe bastar.

Con cariño amiga. Con verdadero cariño.

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